jueves, 22 de noviembre de 2012

Crónicas desde el cielo: El "pequecielo"

A veces los seres que se van a los mundos celestiales lo hacen rápidamente y en silencio.
Otros tardan en acostumbrarse a su nuevo domicilio de las nubes.
Y otros, los menos, tengan la edad que tengan, ya sean ochenta o cien años viajan directamente al cielo de los niños. Son estos, solo unos cuantos elegidos.
¿Qué no sabíais que existía un cielo solo para los niños?
Bueno, eso no es exactamente así, a este cielo también “viajan” las mascotas y los y las abuelitos y abuelitas buenos, porque los niños de los astros necesitan compañía y que les cuiden a que a pesar de “ser niños celestiales” siguen siendo tiernos infantes.

Una mañana de noviembre llegó el último envío de “terrenales” directamente desde el cercano “planeta azul” a el “pequecielo”.
Todos fueron bajando del “esteloavión” en orden mientras disfrutaban de las maravillosas colinas de caramelo, de los ríos de chocolate y de las nubes de rosado algodón de azúcar que ya habían divisado desde las alturas.

Rápidamente y a medida que iban bajando, una amable azafatita de enormes alas y no más de cinco años les iba colocando en una ordenada cola, mientras les ofrecía una taza de caliente chocolate o de un congelado granizado de naranja.
En la pequeña “aereonube” viajaban en aquella ocasión exactamente: cuatro niños, 3 niñas, dos perros, un gato, un lorito parlanchín, tres peces de colores, diez abuelitos, ocho abuelitas y… y… Emilio.
La ropa de este último pasajero era realmente peculiar:
Un traje de lana, largo y encarnado que se ceñía como un tubo a todo su cuerpo dejando entrever al final de las piernas unos grandísimos zapatones negros. Coronaba el extraño atuendo con una gran boina, casi chapela de cuadros y una gran mochila de cuero de la que colgaba un viejo acordeón.
Su cara era limpia, su sonrisa serena y su nariz abultada parecía haber sido modelada con algo semejante a la plastilina.
Su mirada, en aquellos momentos despistada y confusa extrañado de visitar aquel mágico lugar brillaba igual que la de un niño emocionado.
Mientras esperaba la larga cola, observó aquel curioso lugar. El suelo de brillantes caramelos de colores variados dejaba entrever en su fin, unos deliciosos ríos de mermelada de fresa, manzana y melocotón. Las paredes eran suaves e igualmente dulces, ya que eran ni más ni menos que montones de nubes de azúcar colocadas una encima de otra. Y a los lados del camino, aparecían cientos de árboles de cuyas copas colgaban juguetes y peluches.
El cielo estaba dividido en dos partes de chocolate, una negra, llena de estrellitas de nuez, que representaba la noche: una noche dulce que nunca asustara a los niños y de otra de chocolate blanco que no era sino la luz de un maravilloso día avainillado con grandes gominolas de nata a la manera de nubes y con una gran piruleta redondeada de un caramelo amarillo intenso que hacia las maneras de un sol, que aunque daba luz nunca llegaba a calentar tanto que pudiera quemar las suaves pieles de los niños más bebés del aquel cielo infantil.
Emilio, comenzaba a mostrarse encantado de encontrarse en aquel nuevo país, rodeado de aquellas deliciosas construcciones y decidió sentarse en un gran banco de caramelo rojiblanco mientras esperaba su turno para llegar al final de aquel camino.
Y pensó en amenizar la espera haciendo un poco de música. Para ello sacó su desvencijado acordeón y comenzó a tocar…
Al instante un gran rayo de luz dorada de miel, se posó ante la figura del músico, como si de una gran candileja se tratara.
Sintió como bajo sus pies se comentaban a derretir las baldosas de caramelo y como poco a poco, aparecía una gran lona de color azul cielo, cuajada de miles de argentinas estrellas.
Y en menos de lo que “ríe un niño”, se encontró actuando en la pista central de un circo formado de nubes y cometas con infinitas gradas de nubes de algodón rojo y dorado.

En aquel instante, Emilio comenzó a notar como a medida que su viejo acordeón iba desgranando notas y acordes, su ropa se iba encogiendo, sus enormes zapatones que aunque seguían siendo grandes se iban adaptando a sus pequeñísimos pies, casi tan pequeños como los de un niño, y su boina, cada vez más grande, casi le tapaba sus vivarachos ojos.
Y fue entonces cuando al mirarse a las manos que presionaban con fuerza las teclas del instrumento que se había trocado en uno nuevo, casi sin estrenar, se dio cuenta de que era… era de nuevo un niño.
Aún así, siguió tocando encantado  más feliz… mejor que nunca.
Notó como los huesos de sus manos volvían a ser ágiles, flexibles, como cuando estaba aprendiendo a tocar el acordeón, ¡Era fantástico!, cada vez se movían más rápidamente.
Las escalas brotaban y brotaban: do, re, mi, fa, sol, la, si, si, la sol, fa, mi, re, do…
¡Qué bien sonaba!
En estos pensamientos estaba cuando un potente saxofón, sonó a sus espaldas. Lo tocaba un niño alto, moreno de nariz aguileña y unos años mayor que él que le acompañaba en la melodía magníficamente.
Tras el apareció un payasín de un poco más de edad, con peluca color mostaza que cantando con su voz nasal se acercó a él y le preguntó a voz en grito y con una gran sonrisa:
¿CÓMO ESTAS, MILIKIIIIIIIIIIIII?
Y Emilio, alegre, sonriente, acompañado de cientos de niños, abuelos y estrellitas celestiales que se encontraban en las gradas de las nubes más cercanas respondió:
¡BIEEEEEEEEEEN!

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